Era un hombre al que todos conocían como 'El que escucha', que vivía solo en la casa que en su día fue de sus padres.
Nadie recordaba cómo había empezado las cosas, pero en aquel pueblo junto a las montañas todos le conocían por ese sobrenombre desde siempre. Algunos decían que había sido así desde siempre, desde que era un chiquillo callado y de mirada soñadora, que había empezado a escuchar a sus compañeros de colegio.
Sobrenombre que se había ganado por una de sus mejores cualidades, a ojos de los demás, que era el saber escuchar a cualquiera que tuviese un problema y lo necesitase.
Podía ser que se acercasen a su casa cuando los problemas les abrumaban, fuese de día o de noche, para contárselos y seguir sus consejos, aunque lo habitual era que se acercasen a él cuando le veían tomando café en el único bar del pueblo, solo, sentado sobre aquel taburete del rincón... el rincón 'de las confesiones' que lo habían bautizado.
Él nunca rechazaba a nadie y siempre tenía oídos para todos, poniendo siempre toda su atención en él cuando empezaba a hablarles, como si no hubiese nada más importante en aquel momento que escucharles desahogarse, dejando de lado cualquier cosa que estuviese haciendo.
Por ello, todos le respetaban y le recompensaban con algún obsequio por sus 'servicios'.
Y su fama crecía y crecía, y lo que en su momento fue el ir y venir de vecinos que se acercaban a él, pronto empezó a ser gentes de pueblos cercanos que necesitaban ser escuchados.
Incluso en alguna ocasión se había visto algún coche de la gran ciudad llegar a la puerta de su casa para ver a algún que otro hombre de negocios, que con su impoluto traje se bajaba para acercarse a su casa.
Pero además de ser 'el que escucha', muchos en el pueblo se referían a él como 'el huraño' o 'el amargado', por ese carácter seco y esa mirada triste que siempre tenía en sus ojos, como si estuviese repleto de infelicidad.
Pese al tremendo respeto que le tenían todos en el pueblo, la gente no podía evitar sentirle como alguien lejano, pues nunca se acercaba a los grupos que jugaban la partida en el bar o charlaban animadamente de los temas que les preocupaban.
- Se creerá mejor que nosotros...
- Será que le aburrimos...
- Quizás nos ve a todos como estúpidos, con nuestros problemas mientras él tiene respuesta para todo...
- No es más que un cascarrabias, él que tiene todas las respuestas prefiere ser así a ser feliz.
Comentarios así eran habituales entre muchos vecinos, incluyendo los que luego recurrían a él para contar sus problemas y buscando su consejo.
Un día, una periodista intrigada por los rumores y comentarios que habían llegado sobre él, se acercó al pueblo dispuesta a conocer más y mejor sobre aquel enigmático personaje.
Pero advertida por muchos amigos y conocidos que le habían hablado sobre él y el tremendo respeto que todo el pueblo le tenía, y el recelo que sentían sus vecinos hacia los que llegaban de fuera a 'usar' algo que les pertenecía, no quiso ir directamente a él, así que durante los primeros días los pasó sentada en aquel único bar del pueblo, en el rincón opuesto a 'su' rincón para observar.
A lo largo de los días fue tomando notas en su cuaderno, sobre la hora a la que llegaba y se sentaba en su banqueta, lo que pedía y la forma en que los parroquianos del bar se iban acercando de forma discreta hacia él...
El proceso de escucha podía durar apenas unos minutos, o varias horas... el perfil de los que acudían a confesarle sus problemas era de los más variado, aunque el procedimiento era siempre bastante similar...
El vecino se acercaba, entrase desde la calle o estuviese hablando con otros, tras un breve periodo de espera. Si estaba ocupado los vecinos observaban quienes más estaban esperando para hablar con él, y se hacían un pequeño gesto con la cabeza para saber quién le precedía.
Luego se acercaban, pedían algo al dueño del bar, que lo servía con celeridad para luego dejarles solos, y sin apenas levantar la vista de su bebida empezaban a hablar. En ese momento él comenzaba a prestarles atención con el gesto serio y escrutador, escuchando, absorbiendo y destilando cada una de sus palabras o frases.
Su gesto permanecía inalterable durante el proceso, hasta que su interlocutor se giraba hacia él, unas veces llorando y otras con las lagrimas a punto de saltar de sus ojos, y entonces su arisco gesto cambiaba.
Su gesto serio y seco dejaba asomar una sonrisa de consuelo, su mirada se llenaba de ternura e incluso en más de una ocasión su mano tomaba el hombro de quien le hablaba.
Entonces comenzaba a hablar en un tono sosegado y calmado, mostrándose en una forma mucho más humana y cercana, hasta que su 'paciente' se sentía lo suficientemente bien para irse.
Luego, su gesto volvía a ponerse serio y su mirada volvía a aquel viejo televisor que había en un rincón del bar, o se asomaba a la calle, escrutando aquellos verdes paisajes que rodeaban el pueblo y llenado su mirada de nuevo de tristeza.
Con la intriga ocupando su mente, la periodista decidió ir un poco más allá, y comenzó a hablar con los parroquianos del bar, preguntándoles acerca de aquel hombre y su forma de actuar.
Al llegar al tema de la tristeza que parecía invadirle siempre, y que solo se iba cuando escuchaba a otros, todo eran cábalas y ninguna certeza...
- Desde que sus padres murieron siempre está triste...
- Siempre fue un triste y un solitario, yo que fui al colegio con él bien lo se...
- Yo creo que está amargado de escuchar tantos problemas, si yo fuese él les iban a dar por saco a todos esos lloricas que van a contarle sus penas...
Decidiendo, tras perder otro par de días, que nunca llegaría a saber la verdad acerca de aquel hombre a través de sus vecinos, decidió jugársela aún a sabiendas de que molestarle podría significar que la invitasen a irse del pueblo.
Para evitar suspicacias y malas miradas, decidió esperar a última hora de la tarde/noche, cuando se quedaba solo en su rincón y el último parroquiano dejaba el bar. Sabía que el dueño solía entonces darle unos minutos para apurar lo que estuviese tomando antes de darle las buenas noches e invitarle a dejar el lugar antes de cerrar.
Cuando el último parroquiano se marchó, no sin dedicarle una inquisitoria mirada antes de salir, se armó de valor y temiendo que sus piernas se doblasen por el miedo que sentía por lo que iba a hacer, se levantó de su mesa para acercarse a él...
Durante el breve trayecto, de apenas unos metros, hasta la banqueta de las confesiones, mil ideas pasaron por su mente, imágenes de aquel hombre de gesto serio volviéndose de piedra para luego empezar a chillar por haberse atrevido a molestarle, miradas de indiferencia que la dejaban con la pregunta en la boca...
Cuando se sentó, escuchó a Paco, el dueño del bar, decirle mientras tomaba asiento...
- cerramos en 5 minutos...
Asentió y se acomodó, tomándose un momento para reunir el valor de hablarle y mirarle a la cara.
Con un pequeño balbuceo acertó a decir su nombre a la segunda ocasión, tras tener que tragar saliva, presentarse y tratar de explicarle brevemente porqué estaba allí.
Durante esos instantes él bajó su mirada del televisor, sin cambiar su gesto serio y seco, para mirarla mientras hablaba.
Volviendo a tragar saliva, reunió toda su fuerza de voluntad para volver a hablarle y comenzar con una primera pregunta banal buscando la forma de ganarse su simpatía...
- Bueno... pues... ¿qué tal está? - dijo mientras esbozaba su mejor sonrisa
Durante un momento el bar quedó en silencio, solo roto por la televisión que seguía encendido, e incluso notó cómo Paco se quedaba quieto detrás de la barra mientras fijaba sus ojos en su nuca.
Entonces ocurrió, como si una película a cámara lenta fuese... poco a poco, el rostro de 'el que escucha' borró aquella expresión arisca y hostil, se fue suavizando y un brillo húmedo apareció en sus ojos como efecto de las lágrimas que comenzaron a inundarlos.
Entonces, dejó caer su cabeza entre sus manos y comenzó a llorar.
Asustada intentó echarse atrás en el taburete, estando a punto de caerse y se volvió hacia Paco que ahora la mirada con cara de estupefacción.
- Oiga, pero... ¿qué pasa?... si no he hecho ni dicho nada malo... ¿por qué llora?
Paco se acercó, todavía con la sorpresa en su cara, hasta ella para decirle
- ¿Por qué llora?... ¿que por qué llora?... pues de qué va a ser muchacha, llora de alegría.
- ¿De alegría?... pero...
- Pero mujer, ¿es que usted tampoco se ha dado cuenta?... él es 'el que escucha'... cada día desde hace años se sienta ahí y la gente se acerca a él, le cuenta sus problemas y él le da todo su consuelo, les entiende, se lo hace saber, les da el mejor consejo del que es capaz y luego todos se van felices a sus casas, aliviados por haberse desahogado... pero él se queda aquí, solo, con sus propios problemas, con los problemas de los demás, con un vaso y un taburete como única compañía - le decía Paco mientras su cara reflejaba una enorme compasión - Pero, nunca... nunca, nadie le ha preguntado qué tal estaba, sobre sus problemas o sobre cómo se siente.
La joven se giró entonces, para mirarle de nuevo, y entonces comprendió todo lo que Paco le comentaba... y ya no vio a un hombre arisco y serio, de gesto triste que no parecía capaz de relacionarse con nadie, sino a un hombre solitario, un hombre lleno de dolor porque él era el único en todo aquel pueblo que no tenía a nadie que le escuchase.
Y sintió una pena tremenda, un nudo le subía por la garganta mientras sus ojos también se llenaban de lágrimas, contagiada por su llanto. Y por un momento alargó su mano, como hacía él con los demás, para tomar su hombro y hacerle ver que le entendía, que sentía su dolor y que estaba a su lado... dejándola parada a unos pocos centímetros de él, al sentir miedo por cómo reaccionaría él ante aquel fútil intento por ser como él... y escuchó a Paco a su espalda.
- Hágalo mujer... hágalo... hace mucho tiempo que lo necesita y yo nunca he sabido escuchar, así que siempre le he dado un muy escaso consuelo para lo que él necesita. Si puede, dele unos minutos de su tiempo, un poco de calor humano y trate de escuchar lo mucho que él tiene que decir... mientras tanto, echaré el cierre para que nadie nos moleste y prepararé café, creo que tenemos una larga noche por delante.
Viendo la sonrisa de aquel hombre que le hablaba, el miedo desapareció y su mano llegó a su destino, momento en el que aquel llanto desconsolado paró casi por completo, acompañado por una cara de ojos llorosos que se giró para buscar su mirada durante un instante para luego dejarse abrazar por ella.
Y así, con aquel hombre a quien todos temían y respetaban por igual llorando primero sobre su hombro, y que tras recuperarse comenzó a hablarle con una sonrisa en su rostro, a contarle todo sobre él, sobre sus miedos, problemas, frustraciones, comenzó una larga noche que solo las primeras luces de la mañana fueron capaces de llevarse.
Cuando el Sol iluminaba aquel bar, los llantos hacía rato que se habían convertido en risas y animadas charlas, donde 'el que escucha', Paco y ella se turnaban para hablar mientras nunca faltaba una humeante taza de café sobre la mesa.
Y Álvaro, que así se llamaba, hacía horas que había cambiado su gesto por una cara sonriente, y su mirada por una llena de ilusión de nuevo.
Porque todos los hombres, incluso los que siempre escuchan, necesitan ser escuchados en alguna ocasión.
1 comentarios:
Hola Manu!
Me ha encantado el relato
Un abrazo
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